Al bajar la escalera de la terraza encontró el ratoncillo medio devorado que había dejado uno de los gatos que cohabitaban en la casa. No le agradaba encontrar al animalillo, no el por asco que le producía, sino por una cierta sensación de derroche. Ella echaba a esos dos felinos maulladores una o dos raciones diarias de pienso para gatos. – Qué pena de animal – se dijo tratando de buscar algo con lo que recoger los despojos.
Como cada día, abría la cancela de hierro pintada de negro para que Jorge entrara el coche en el garaje diez minutos después de que ella misma llegara del trabajo. Era un ritual que estableció nada más llegar a esa casa, como una especie de agradecimiento a que él la quisiera.
La casa. Un antiguo chalet reformado, al que dedicaban la mayor parte de su tiempo, un lugar acogedor, un tanto ecléctico, ese rótulo que se pone a tantas cosas que no se sabe qué son. Muebles antiguos de madera que Jorge rescató de casa de su madre junto a los útiles muebles de Ikea, tan vacíos de vida que ambos sabían que no permanecerían mucho tiempo en esa casa.
Una estufa de leña, radiadores blancos y siempre una fría corriente de viento que serpenteaba entre los pies y que no sabían de dónde venía.
Calor.
Jorge y Andrea se silbaban tiernamente desde los extremos de la casa. Así se reconocían sin verse. Beso diminuto en los labios y conversación animada mientras hacían algo de comida y preparaban la mesa…
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2 comentarios:
y envejecieron juntos?
y se besaron cada día como el primero?
Al menos, se silbaron.
Preciosa historia.
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